La infidelidad
Todavía estoy débil y me muevo con dificultad. Tengo la cara muy pálida y unas ojeras violáceas alrededor de los ojos.
Esta noche he soñado que sangraba mucho. Borbotones de sangre caliente salían de mi nariz y mi boca. Tú me observabas riéndote a carcajadas. Llevabas los zapatos manchados de barro y tus ojos eran amarillos y brillaban como los de un zorro.
El recuerdo del sueño me atemoriza, como el soplo helado de la muerte sobre mi nuca. Mientras me sirvo una taza de café, te pido, arrastrando las palabras, para que no hagan demasiado ruido en tus oídos, si puedes acompañarme al hospital.
—Será sólo un momento. Tienen que retirarme los puntos y.....
—Imposible. Es que tú te crees que me toco las narices todo el día. Alguien tiene que mantener esta casa. ¿O acaso te crees que llevar una empresa es como apretar el botón de la lavadora?
—Pero yo todavía estoy muy débil, sin fuerzas...
—Te coges un taxi. No sé, tú verás. ¡Me voy, llego tarde!
Todas las lagrimas del mundo las siento atoradas en mi garganta. Ni una palabra brota de mi boca.
Está distante, extraño. Lleva mucho tiempo extraño. Hace cosas raras. El otro día se depiló el pecho y las piernas ¡a sus cincuenta años! Y a mí me dio la risa, me entró una risa tonta que no podía parar. Él se enfadó y muy digno, se marchó dando un portazo.
Me armo de valor y me decido a seguirle. Cuando subo al taxi, un hilillo de sangre brota de la herida, empapando mi camisa.
Me sitúo en la esquina, frente al Hotel Miguel Ángel. Daniel entra con paso seguro. A pesar del frío, las manos me sudan copiosamente, y mi boca está seca como el esparto.
Cuando salen del Hotel, abrazados, la sonrisa de Berta me hiela la sangre. Berta, mi amiga, mi hermana. Como el rugido de la nieve al desprenderse un alud, así la tristeza brota de mi alma. Atravieso la calle en medio de los coches, sus pitidos suenan muy lejanos, como en un sueño.
Alguien me sujeta por el brazo y me grita:
—¿Se ha vuelto loca...?