Una estudiante en Madrid

29.02.2024

Hace más de cuarenta años, yo era una joven estudiante, que llegaba a Madrid desde un pequeño pueblo de La Mancha. Recuerdo que, cuando me bajé del tren, uno de aquellos trenes correo destartalados, tenía las piernas entumecidas y el cuerpo dolorido por el cansancio. 

Era la primera vez que viajaba a una gran ciudad. Lo miraba todo con ojos sorprendidos: la estación, que me pareció preciosa, el rumor de la gente, las luces, los altavoces anunciando la salida y llegada de los trenes...

Me hospedé en una residencia de estudiantes, situada en una calle próxima a la Gran Vía. La residencia ocupaba la primera planta de un edificio antiguo que podía tener, perfectamente, setenta u ochenta años. La entrada era un portalón oscuro, con muchos recovecos y un olor a madera podrida y humedad. De noche, adquiría un aspecto siniestro. Del techo colgaba una pequeña lámpara, cubierta de suciedad, que proyectaba un hilo de luz amarillenta. Así que yo subía las escaleras, de tablones desgastados, a trompicones y sin mirar atrás.

Como andaba escasa de dinero y tenía afición a la lectura, acostumbraba a pasar mis ratos libres en las librerías de viejo. En los días fríos de invierno , esas librerías eran como mi segunda casa.

Al abrigo de la intemperie, iba a la caza y captura de un ejemplar literario interesante. No era una tarea fácil. Había que rebuscar, primero, en los viejos cajones de madera, donde se amontonaban las gangas. Si la suerte no me acompañaba, pasaba a mirar y remirar las estanterías cubiertas de polvo, o los montones de libros apilados en el suelo.

En la calle de la Misericordia, había un librero de viejo. Era un hombrecillo flaco, con unas barbas blancas y un guardapolvo de color azul. Este hombre se proclamaba ateo y soltaba a los clientes encendidas soflamas contra los curas.

La librería estaba en un sótano, sin apenas ventilación. Además de libros, podías encontrar cachivaches de lo más variopintos, la mayoría de ellos inservibles.

En esta librería, compré yo una edición de 1930 de la obra "Resurrección" de Tolstói, que todavía conservo. Es un librito cosido a mano, con las tapas de cuero. En su primera hoja, hay una dedicatoria escrita con tinta azul: "A Eduardo, siempre " ¿Quién sería Eduardo ¿Qué secretos guardaba esa misteriosa dedicatoria?

Cuando llegaba el buen tiempo, frecuentaba las casetas de libros de la Cuesta de Moyano.

 Del jardín Botánico, el aire arrastraba aromas deliciosos. Recuerdo que el suelo estaba lleno de castañas de indias. Me sentaba en un banco y observaba a los paseantes, unos sonrientes y ruidosos, otros cabizbajos y tristes. A la caída de la tarde, se levantaba un vientecillo frío y el cielo se cubría de tonos ocres y anaranjados.

—¡Buñuelos calientes! ¡Chocolate caliente! —Gritaba la buñolera, desde el puestecillo de la esquina.

Con el cartucho de buñuelos, envuelto en papel de estraza, emprendía el regreso a casa. Me sentía en la mismísima gloria.